lunes, 30 de julio de 2012

El tio Higui




Dicen que volvió herido, que no le habían atinado las balas que silbaron rozándole el mentón, ni le abrió ninguna brecha el fuego de los morteros. Pero llegó tocado con las ráfagas de metralla de todas las penurias que lo asaltaron desde la mirada, y se instalaron en su mente derribando su alma.

Se casó nada más llegar de la guerra. Con Lola, que lo había esperado desde que se fue, de siempre. Entretenida colocando bolsitas de aromáticas entre toallas de flecos y sábanas con puntillas a bolillo, dobladas pacientes en el arca. Lo esperó primero terminando de bordar una L primorosa enlazada con seda en el embozo. Luego, alguna vez ya se detuvo la hebra en mitad del camino, empezando a perder la puntada en el uniforme internacional de un brigadista al que no entendía. Pero que le dejó cosido un sentimiento.

Y él, como podó a su regreso los almendros, echó camellones nuevos en el bancal, o vació el cieno lleno de ojos del fondo en la alberca, fue también a que le echaran las bendiciones. Cumpliendo el cometido de otra tarea interrumpida y pospuesta más, de aquella boda fijada en la ermita blanca de la ribera. Con los santos y la patrona asomándose todavía al cielo por los boquetes del techo. Y el susurro de la corriente de acompañamiento.

Apenas quedaba un pollo en el corral, y pocos aliños para la ilusión, pero que se pusieron en pepitoria para el convite.

Instalados desde antes de llegar ya frente a la ceniza fría del rescoldo apagado en su casa, y con el silencio atormentado ocupando las sillas de bayón... Su mujer lo dejó pronto, un día de la única manera que pudo. Abortando su vida también con aquella esencia de la esperanza que venía.

Se reconfortó entonces en la soledad oscura del interior, y nadie tocó más la aldaba de la puerta.

Alguna vez desde la trasera que daba al huerto alcanzaba a ver los niños subidos en lo alto de la higuera, descolgándose como un bando gorriatos cuando lo veían asomar. Entre un griterío ¡el higui!, el tio higui!, llegándole desde lejos y perdiéndose por los chopos de la alameda.

Distinto, complejo, tan diferente, mucho para comprenderlo todavía aquellos ojos infantiles.

Nunca ocupó sitio en la piedra de granito alargado en la recacha a orilla del cal, ni tampoco se sentaba a la sombra con los de su quinta en aquel tronco del álamo tronchado, junto al fresco de las aneas.

Cubierto, en silencio y sombrío, cuando cruzaba por su lado, los mismos niños por escucharlo le decían ¡tio Higui!, ¡tio Higui!. Se volvía entonces como amenazante, advirtiéndolos con el amago del gesto de una persecución, sembrando el alboroto de carreras alocadas, entre el susto y la algarabía. Una escena provocada repitiéndose en mitad del decorado de la calle.

Bajaba protegido en el ala del sombrero de fieltro, y con su chaleco de tres botones. Buscando cuesta abajo sobre media tarde los baldosines vacíos de aquella hora, esos pardos con juntas negras que fraguaban la barra antigua del Portugués, resguardándose apoyado en un café negro. Ya también algo temblón.

Pero pasó un día que casi coincidieron sus pasos con el sonido aquel de los... barquilloos de canelaa!, apenas alejándose. Venían cromos para cambiar en las esquinas de la canasta de mimbre donde se apilaban los barquillos. Y andaban todavía demasiado entretenidos los niños con las novedades de los trueques para prestarle atención.

Aflojó entonces el tio Higui esa tarde su marcha, casi deteniéndola. Levantó la cabeza, y asomándole la voz desde el ala de su sombrero …¿Hoy no me decís tio Higui? casi los reprendió.

Que solo tanto tiempo más tarde entendieron con la ternura, aquella pregunta. Esa que alguno hasta después dejó de herencia en los pero que tormento!, en callados te necesito, para te quieros silenciados al pasar.

Algún pariente lejano, de esos sobrinos de primos hermanos, puede que un vecino próximo dispuesto a cumplimientos tardíos se sumara hasta la puerta. Irían acompañándolo por el camino de los cipreses con el tronco encalado de blanco.

Dejaría poco más que una navaja de afeitar depositada en la carmelita, echando solo algo de menos el tacto de su cara, la pelliza descansando en el gancho del portal. Su sombrero de fieltro negro colgado en el respaldo de una silla, extrañando el contorno de su cabeza. Objetos de memoria frágil.

Asomándose la higuera hasta la calle por la tapia del huerto, las ramas vivas que luego escalaron otros niños.

Y aquella pregunta anclada en el fondo del vocabulario, para las menudencias, lo esencial, en lo necesario ¿hoy no me decís tío higui?


Extremadura, Marzo 2.012.

1 comentario:

mariajesusparadela dijo...

Polvo sera, mas polvo enamorado.