miércoles, 25 de enero de 2012

Llorar


Cuando me miro al espejo, llorando. Cuando veo mi rostro lleno de lágrimas, las mejillas mojadas y los ojos enrojecidos. Cuando me miro al espejo, llorando.

Recuerdo aquellas veces que me encerraba en el baño de mis abuelos y lloraba sentada en el váter o en el suelo, y veía mi cara de niña en el romi.. no sé si había otro espejo frente a la puerta.. Y veía todos los frascos de colonia cuyas formas me gustaban, niñas de cristal

Había una que me gustaba, estaba asustada porque tenía una araña en el vestido. Y el oso marrón, redondo, que mi abuela me regaló pero que yo no tengo.. sólo está en mi recuerdo. Y una niña con un parasol, y otra con un vestido azul, que era donde estaba la colonia. Creo que todas se abrían por la cintura; el oso por la cabeza.

Y lloraba refugiándome en aquél rincón donde podía encerrarme, con un pestillo. Y venía al rato mi abuelo, a ver si me convencía y salía de allí.. “tienes que ser buena” “eres la mayor”..  y así, tratando de hacer lo que los demás querían, y yo, con siete años, claudicando, y mis enfados quedaban en agua de borrajas.

Ahora, cuando lloro, me gusta mirarme en un espejo, quizás recordando a esa niña que fui..

martes, 24 de enero de 2012

Te vas...


 

"Te vas ¿verdad?... No, calla.. no hace falta que me lo digas, lo sé...

Tu cuerpo te delata: llevas unos días tensa, evitando mis ojos, corriendo de un lado para otro, sin una mirada para mí.... Conozco esta ausencia... Nadie mejor que yo capta tus estados de ánimo, tu electricidad. Nadie mejor que yo intuye tus sonrisas desde dentro, ni interpreta tus sonrisas de fuera... No estoy seguro que tú sepas leer en mí, como yo leo en tu interior...

Tu maleta no está hecha todavía, pero te conozco bien: la harás en el último momento, como siempre, para engañarme mejor...

Tus caricias son mecánicas. Tus dedos se pasean por mi piel de manera distraída... no te has ido todavía pero ya estás lejos.

Me sé todas tus palabras, tus disculpas. Sé también que volverás... siempre vuelves...

Te vas con él ¿verdad?...

Dentro de nada, cogerás mi cara entre tus manos, me obligarás a mirarte a los ojos y me repetirás que lo sientes, que cuando él te llama te olvidas de todo y le sigues, que no tengo porqué preocuparme, que tengo amigos que cuidarán de mi soledad, que podré hacer lo que me dé la gana sin que me gruñas....

Pero, nadie me hablará como tú lo haces, ni me acariciará donde más me enloquece. Nadie.

No ofendas mi inteligencia con tus explicaciones torpes que no entiendo ni quiero entender. Vete ya. Me las apañaré sin ti. Ya sabes cómo somos los de mi clase...

...Y no paras de escribir. Me acerco al teclado, quiero mimo, quiero jugar... me rechazas .
"¡Ahora no! No tengo tiempo."

Beso, lamo, mordisqueo la mano que me aleja. Te ablandas y me devuelves el beso pero.... sin entregarte.
" No tengo tiempo, no seas pesado"

Tranquila. Tengo mi orgullo y me comportaré como es debido.... Puede que hasta me olvidé de ti y me vaya también por allí...

No... no me podré alejar de esta casa que nos gusta tanto a los dos...

Me voy... te dejo hacer la maleta."

Todo esto leí en los ojos de mi gato esta mañana, cuando intentaba explicarle esta extraña costumbre de los humanos: irse de vacaciones.

(Para l@s gato-adict@s exclusivamente.... los demás no pueden entendernos. )

28/06/2011

domingo, 22 de enero de 2012

Saladino, el prohombre

A don Saladino Reinosa, gallego de nacimiento, contador público en La Habana, hasta la llegada de Fidel Castro las cosas marchaban bien para él. Pero cuando el gran dictador hizo su entrada triunfal en la capital, y el pueblo le rendía homenaje, el señor Saladino, para no ser menos, a guisa de bienvenida colocó una pancarta en su balcón con unas letras enormes que decían: "Fidel, ésta es tu casa"
Y Fidel, que no era tonto, le tomó la palabra y se quedó con ella.

Las cosas empezaron a irle mal; así que después de lo de Bahía de Cochinos, volvió a España con lo puesto, y se instaló en Barcelona.

Don Saladino Reinosa, contable experto, pronto se abrió camino en el mundo de la empresa incipiente en España. Estableció contacto con el mundo yanky de las finanzas y asociandose con ellos, montó una empresa de Chewing Gum, que empezó funcionando muy bien. La empresa era hispano-norteamericana, fifty.fifty.
Yo, por aquel entonces, recién llegado del servicio militar, tan solo tenía como bagaje cultural, la formación que había recibido en los Salesianos de Sevilla; y en la primera entrevista que tuve para solicitar empleo, llevé unos dibujos, cosa que a Don Saladino le hizo mucha gracia. Ello, no obstante, no fue impedimento para que Don Saladino me admitiera, como su ayudante contable.

La verdad es que se portó muy bien conmigo. Yo no tenía repajolera idea de contabilidad, pero me pagó un curso en Esade y a partir de ahí me encomendó la tarea de llevar los Libros: El Diario y el Mayor y demás LIbros Auxiliares.
Era un tío simpático. Lo mismo me hablaba de la revolución cubana, que de la derrota española en Santiago, cuando se perdió Cuba, al enfrentarse el almirante Cervera a la escuadra yanky, con unos barcos anticuados. Me contaba ésto algo cabreado. Al parecer los yankys no dejaron intervenir a los mambises, que eran el brazo armado del pueblo cubano. Pero se le pasaba enseguida, cuando se servia un jaigol (High Gold) que es un wisky con soda. A partir de ahí se transformaba en un tío de lo más cachondo.

Pasaron los años y Don Saladino falleció a los 82 años de edad.
Al dar el pésame a su familia, al llegar ante su hija Celia, ésta me abrazó y me dijo: Gracias, Trasimedes. Sé que solamente tú has sentido verdaderamente el que nos haya dejado.

Y este éste es el recuerdo que me ha quedado del gallego, con nombre de sultán otomano, que fue el prohombre que me hizo pensar que aún quedan personas en este mundo dignas de ser recordadas con veneración y respeto.

Historia de Nicky

HISTORIA DE NICKY

Hace años, quise hacerme de un buen perro guardián para la casita que había comprado en pleno campo. Me dirigí a la Sociedad Protectora de Animales, de Barcelona en un lugar cerca del Tibidabo, con la idea de adoptar uno. Al llegar a las puertas del centro, vi a un perro de mediana alzada, que estaba allí, atado a un árbol, al lado de la misma puerta. Era un ejemplar mezcla de pastor alemán y belga; un mil leches, pero aún asi, era una preciosidad. Se le veía bien cuidado. Su dueño, posiblemente quiso deshacerse de él, vaya usted a saber por qué causa, y lo dejó allí, abandonado a su suerte.

Me acerqué a él y lo acaricié. No dio muestra de agresividad alguna y lo desaté, con la idea de llevarlo conmigo. Pero antes, llamé al timbre del Centro para notificarlo. A mi llamada acudió un tipo, con cara de pantera sonámbula al que le dije que quería adoptar al perro en cuestión que estaba abandonado allí a las puertas del Centro. Empezó a gritarme y a acusarme de no sé que cosas…

Viendo como se puso el tipo me di media vuelta y me encaminé hacia mi coche con la idea de mandarlo todo a paseo. Pero hete aquí que el perro, al ver que me iba, me siguió, ante la desesperación del sujeto, que asomado a la ventana seguía con sus gritos. Llegué al coche y al abrir la portezuela el perro se coló adentro. Arranqué y me fui de allí a toda pastilla. Por el espejo retrovisor aún veía al sujeto jurando en arameo.

Me llevé a Nicky a mi casita y se adaptó muy bien. Pero el final de esta historia es triste. Porque la finca no estaba vallada y Nicky cada noche se escapaba para hacer sus correrías nocturnas. Algunos días aparecía con un conejo en la boca, que había cazado por el monte.

Pero un día me avisaron de que había un perro herido en la carretera, que quizá podría ser el mío, Nicky. Cogí el coche y me acerqué al lugar del accidente. Y, efectivamente, allí estaba, moribundo. Había sido atropellado por un coche. Llegué a tiempo de recibir el último lametón de su vida, que me lo dio en la mano.

Manuel y el Consejero Don (y 4)

Recuerdo que este diálogo, casi monólogo paternal, dio por finalizada mi crisis de los treinta y cinco, no la de los cuarenta, como suele ser habitual, aunque supongo que hoy, que vivimos más y peor, se desatará pasados los cincuenta.

Ahora casi todas las mañanas me despierta el gallo de mi corral o los mirlos o las lavanderas blancas. Desde la cama alcanzo a ver los picos sombreados por árboles y desayuno con parsimonia mientras repaso las tareas que voy a hacer ese día. Siempre hay algo que hacer, pero he ido aprendiendo que en primavera no hay que despistarse y que el invierno invita a dejarse caer por el pueblo para echar unas manos al dominó con Tomás “El Pirro” y con Juan el de la tienda de comestibles. Son ritmos con compases de silencio, pausados, con vino y aceitunas cultivadas allí mismo.

Demasiada alegría, demasiada placidez, demasiado tiempo. Ayer apareció Tomás “El Pirro” cabalgando la moto de su hijo. Lo atisbé a través de la ventana y me pareció extraño que subiera hasta mi casa en ese vehículo. Llevaba una carpeta entre el pecho y la chaqueta y cara de circunstancias.

- Manuel, dijo entrando en la casa, han aprobado la autopista.
- ¡ No jodas! ¿y las alegaciones que presentamos?
- La mayoría no las han tenido en cuenta pero…pero en el nuevo proyecto tu tierra está incluida.
-¿Toda la finca?

No contestó. Se sentó en una silla con gesto compungido y rabia en sus ojos. Una parte de sus tierras también iban en el lote.
- ¿Porqué no se expropian ellos sus pisos de la ciudad? Siempre nos toca a los mismos. Será cabrito el consejero ese de…como se dice, de obras públicas.
- Pirro, no hables así, no llega a ser ni siquiera un cabrito y tú lo conoces, te he hablado de él alguna vez en estos años.
- ¿Del consejero?- Me miró con incredulidad-
- Sí, del consejero. Es Don Manuel, mi padre.


F I N Escrito en Murcia en el año 2007

Manuel y el Consejero Don (3)

Los truenos resonaron a finales de abril del segundo año. En la sierra todo verdeaba, era época de siembra, la naturaleza desataba genes contenidos y pasiones periódicas, los lagartos ocelados sesteaban al sol y yo aprovechaba para recoger y ensilar mis alcachofas, que también era tiempo. Luego arreglé el gallinero y las conejeras, cené algo y me quedé dormido en la hamaca con un libro como sábana. Cuando desperté pasaban diez minutos de la hora de entrada a mi trabajo. Casi una hora después hice mi aparición triunfal en la oficina: pelo revuelto, cara de sueño, pantalones manchados y unas zapatillas que, no lo niego, podían oler a gallina, a conejo o a una mezcla de excrementos de ambos. Fue, lo digo en mi descargo, exceso de celo. Aunque mis relaciones estaban seriamente deterioradas, aun disponía de ropa en casa de mi mujer y ella no me hubiera negado algunas imprecaciones ni tampoco una ducha. En mi trabajo las cosas se desarrollaron con inusitada rapidez. Sobre las diez de la mañana los comentarios sobrevolaban mi espacio laboral. A las once quince me llegó el rumor de una inminente llamada del director general y a las doce esa llamada se hizo efectiva. Sobre las doce y pocos minutos escuché mi propia voz negociando impasible mi despido por una cantidad razonable a cambio de no interponer demanda sindical. A la una y treinta minutos me descubrí dando de comer a las gallinas en mi casa de la sierra sin conseguir apartar de los músculos faciales un rictus de plena satisfacción.
Fue una liberación en toda regla. No iba a dar marcha atrás , lo tenía decidido. Con la misma frialdad y candidez con la que había convertido en pasado mi esclavitud administrativa, haría entrar en razón a Sara, a mis padres y a todo el que estuviera dispuesto a escuchar que la podrida cáscara que hasta ese momento me recubría se había abierto y la semilla de su interior anclaba ya sus raíces en una tierra abonada con el estiércol de Juan, el de la tienda de comestibles.

Con su retórica decimonónica Don Manuel comenzó su discurso:
- Mira, Manuel, no es solo que abandones a Sara, esas cosas ocurren, máxime si lo que hay es otra mujer ¿la hay?, como no me cuentas nada, pero si la hay ¡ja, ja, ja!, bueno, ya me lo contarás un día si quieres. Lo que te quiero decir es que ese no debiera ser motivo para que te despidas de tu trabajo, reconozco que no es un trabajo de ingeniero pero os da de comer. Además, esa idea tuya de irte a la sierra a cultivar patatas. Más te valdría haber acabado medicina…o bueno, biología si era lo que querías, pero al campo, sin luz, en esas condiciones tan bajas…
- No hay otra mujer, padre, quiero cambiar de vida, allí me siento bien, aquí no.
- A ti te encanta hacerme la puñeta, vienes haciéndomela desde hace un montón de años, justo ahora que tengo la posibilidad de que me den la consejería de obras públicas si el gobierno cambia en las próximas autonómicas, justo ahora te me vas a poner a vender cachivaches como cualquier jipi marginado. Eres un imbécil, Manuel, con lo que podrías haber sido.
- Soy ahora, he elegido mi camino y Sara ha elegido el suyo. No puedo estar eternamente viviendo del pasado. Prefiero el día a día y estamos hablando de mi futuro, no del tuyo que pareces tenerlo muy claro.
- ¡Tu futuro!, aislado, sin luz.
- Pienso instalar unas placas. Habrá luz de sobra.
- Aislado, desplazado de la gente que te quiere, de tu gente. Sé un poco sensato al menos y haz algo de provecho, yo te ayudaría económicamente. Ya que te gustan los animales utiliza la tierra para instalar una granja, de gallinas, de cerdos, de lo que quieras. Eso da dinero si sabes como manejarlo, pones allí dos naves, contratas a cuatro o cinco del pueblo ese de al lado…
- No me interesa, padre.

Manuel y el Consejero Don (2)

La primavera del segundo año comencé a dormir en la sierra pese a las protestas de Sara. Ya ni siquiera ella venía los fines de semana. Había ido arreglando poco a poco las habitaciones de la casa aprendiendo con paciencia a colocar regles, levantar ladrillos y enlucir paredes. Adosé un invernadero en la pared sur que en días soleados calentaba más que la chimenea que tuve que arreglar y mejorar. Trabajé con la madera y con el hierro, fabricando o arreglando muebles viejos, alacenas, antiguos armarios y arcones, rejas y aperos de labranza que compraba en un pueblo cercano. Planté madroños y mirtos, lentiscos y almeces, árboles que dieran sombra y otros que dejaran pasar el sol de invierno. Intenté, experimentado y leyendo, poner en marcha un huerto. Sara trataba de desterrar las ideas que ya sobrevolaban mi cabeza al verme llegar con unos calabacines raquíticos o una docena de tomates del tamaño de cerezas.

- Vete al mercado a venderlos, así saldremos del mísero sueldo que te pagan en la oficina.
- Que te den, Sara.
- No, en serio, si no acabas ninguna de las carreras que has empezado, ese puede ser un buen pluriempleo.

La discusión en torno al huerto concluyó a los pocos meses al poner en práctica un viejo refrán que me confió Tomás “El Pirro” mientras me ayudaba a mejorar las escaleras que conducían a la buhardilla de la casa. Se paró en medio de la cocina a la espera de un café recién hecho hojeando uno de mis libros.

- Es que voy a hacerme un huerto, balbuceé, intuyendo el significado de su media sonrisa. Ahí, detrás de las cuadras, donde está el cuarto de aperos.
- Juan el de la tienda de comestibles vende un estiércol barato; si quieres te lo acerco en el enganche del tractor.
- Ya puse algo la primavera pasada pero la verdad es que saqué cuatro cosuchas. ¿hay que poner mucho?
- Uyyy, exclamó, tanto libro y tanta gaita no te van a dar de comer. Mira –dijo muy serio-, cava, echa basura y cágate en los libros de agricultura.

No olvidé frase tan lapidaria pero las berenjenas, pimientos y tomates que cultivé ese verano no convencieron a mi mujer de que compartiera mis aficiones y, mucho menos, entretejiera conmigo el plan que tomaba forma en no sé que parte de mi cerebro. También recuerdo que los últimos meses regresaba a la ciudad solo para no perder mi empleo, que las discusiones con Sara se incrementaron las pocas veces que nos veíamos y que mi desidia sobre determinadas convenciones sociales aumentaba. Mi cabeza estaba más cerca, durante las discusiones familiares –mis padres habían tomado partido claro por mantener mi matrimonio-, en la oficina, con las amistades, de la inminente terminación de un gallinero a todo confort en el que pensaba acomodar varias gallinas, pavos y patos, que de sus quejas, consejos o amenazas. De forma lenta, relajada pero a la vez salvaje, se fue apoderando de mí la inevitable sensación de que al fin todas las mañanas me despertaría oyendo el canto de los pájaros, a los que luego podría observar con mis prismáticos, desayunar con huevos recién cogidos y ajos tiernos del huerto para encerrarme después en el taller o elaborar a su puerta las artesanías que me permitieran disponer de algo de liquidez monetaria. Tampoco había nacido ayer.

Manuel y el consejero Don (1)

 Lo que más vívidamente recuerdo de los últimos diez años es mi crisis de los treinta y cinco. No la de los cuarenta, como suele ser habitual, aunque supongo que hoy, que vivimos más y peor, se desatará pasados los cincuenta. Recuerdo a mi madre alabando las virtudes del matrimonio y a mi padre enumerando las ventajas de la vida en sociedad. A mi mujer no la recuerdo con claridad aun cuando lo que estaba en juego era mi relación con ella.

- Manuel, no seas obtuso, que vas a hacer en un lugar que ni siquiera tiene luz eléctrica, decía mi madre con el asentimiento de su marido. Vas a volver loca a la pobre Sara…es tan buena. Además, has dicho que no es eso…que no has dejado de quererla, ¿verdad?

- Sin luz eléctrica, insistió el ex-cabeza de familia, tratando de reimponer su ex-patriarcal voluntad. Tú no tienes depresión ni hastío, ni te puede la rutina. A tí lo que te puede es no haber hecho nada en la vida y ahora, que tienes un trabajo estable y una mujer que te adora, lo tiras todo por la borda sin asumir ninguna responsabilidad.

Recuerdo caras de asombro en la oficina cenicienta y alguna de incredulidad y una de envidia cuando dejé caer sin entrar en explicaciones farragosas que dejaba el trabajo después de siete años de abrir y cerrar archivos, de escudriñar papeles ajenos para fortunas ajenas, adivinar el sol de nueve a dos en invierno y envidiarlo de cuatro a seis en verano, de depresiones postvacacionales o de absurdos intentos de esconderme entre las plantas que cultivaba en mi mesa de trabajo. En las horas que robaba al implacable discurrir cotidiano, salía con premura de la ciudad para poner tierra de por medio con la celulosa muerta y corroborar que la celulosa no era solo papel de oficina mugrienta, sino árboles, plantas, vegetales vivos que atrapaban el sol que se me resistía. Me llamaba la vida que un día racionalicé al comenzar a estudiar medicina, biología o ecología, que nunca acabé, como bien decía mi padre.

Tiempo atrás compré una casa vieja con unas pocas hectáreas de tierra en las montañas cercanas a la ciudad que me asfixiaba. Procuraba ir todos los fines de semana, y, cuando los días se alargaban y el frío no era un impedimento viajaba tres cuartos de hora para respirar aire limpio, no ver a nadie y seguir arreglando lo que llevara entre manos. Al principio, Sara, mi mujer, venía conmigo. Incluso adornaba los exteriores y colocaba macetas y ruedas de carro en el porche de la estancia. Perdió la ilusión al comprobar la que a mí me producía, al ser consciente de la atracción que la soledad de la naturaleza ejercía semana tras semana, día tras día, a cada instante. No era una obsesión, era algo inevitable, un poderoso imán que me alejaba por fuerza de los vericuetos edificados de la ciudad, de las reuniones vecinales en las que se decidía con interminables debates el color de los toldos de la terraza, de los miles de coches en fila india rodando ruidosa y lentamente a las siete de la mañana a miles de fábricas y oficinas grisáceas sin que de ninguna garganta se escapara apenas un grito de queja. A los treinta y cinco años no se te acaba el tiempo pero yo tenía la sensación de que así era.



C O N T I N U A R Á

lunes, 16 de enero de 2012

La sonrisa

¡No tenía boca! Me llevé las manos a los labios. No los encontré. Sólo piel lisa, sin relieve, sin fisura, sin arrugas. Nada.

Me miré otra vez al espejo. Quisé reír, llorar: mi imagen me pareció grotesca. Nada. Ningún sonido, ni risa, ni grito, ni llanto.

Me dí la vuelta, asustada. El lapiz de labios cayó al suelo. "Albaricoque nº 123 " ponía en el tapón: mi color preferido.

Me senté, cabizbaja, aturdida, abrumada. Miré la hora con preocupación. "No llegaré a tiempo, no podré salir a la calle así, sin boca, sin poder hablar... "

Intenté serenarme. Siempre busco soluciones a todo "Hablando se entiende la gente " es una de mis frases favoritas.

Sí, sí ... hablando... pero sin boca...

Recogí el pintalabios del suelo; me dibujé una sonrisa. Una mirada más al espejo : " ¿Servirá?... Servirá. "

Salí a la calle, sonriendo por fuera con boca inexistente y temblando por dentro.

Sonreí al taxista y me llevó a mi destino... sin haberle dicho nada.

Llegó mi amiga, le dí dos besos al aire... no se percató de mi silencio.

En el restaurante, sin problema me trajeron lo que pedí. 

Una mirada furtiva al espejito del bolso...

Seguía el problema.

Pero ¿dónde estaba el problema? No tenía boca, es cierto... pero mi vida no cambiaba por ello.

Me entendían... Sonreí...

¿ Para qué hablar si te entienden con una sonrisa?

nafnaf 21/06/ 2011

Alberto

Era un anciano alto, delgado, la cara fina, pómulos salientes, ojos vivaces, encorvado por el paso de los años y por su diario trabajo de hortelano, en el pequeño trozo de terreno que cultivaba detrás de su casa. 

Por la mañana muy temprano, solía recoger los mejores productos de su huerta y con un viejo cesto con asas colgado de su brazo salía a vender sus productos por el barrio. En sus hortalizas iba su alma, eran su manera de latir, de manifestar su afecto y seguir vivo... 

De él poco se sabía, muy poco hablador, cuando intercambiaba alguna palabra, se le descubría un dejo italiano; seguramente había dejado su país siendo niño o muy joven y hoy convivía en silencio con recuerdos, con una tristeza elegante motivada, seguro, por la pérdida de amores. 

Que cómo y cuándo... nada se sabía, intrigaba sin ansias: nadie intentaba traspasar la dulce barrera de su intimidad, sugería afecto y respeto. 

De niña, era mi amigo, siempre tenía para mí un saludo afectuoso que demostraba una alegría especial al verme (¿tal vez una hija pequeña allá lejos?) Cuando yo salía a la acera, no sé si pura coincidencia o una vigilancia atenta desde su atalaya, lo movía imperiosamente al exterior para abonar aquélla relación que lo acompañaba en su solitario vivir. 

Guardo de él, especialmente, un regalo hecho con sus callosas manos(que quién sabe cuantas caricias queridas no hicieron...): un cestito pequeño con asas, de hueso de melocotón. 

Yo me sentía y me siento muy orgullosa de haber sido uno de sus afectos, de haber conseguido una conexión especial con él, tan selectivo al abrir su alma, seguramente porque el secreto que guardaba era todo lo que tenía, era su tesoro. 

Don Alberto, hoy seguramente ya no está, por eso quiero perpetuarlo, compartiendo este relato para que viva eternamente...

Bajo la cama


Ella estaba bajo la cama, y al mirarla me miró. Yo estaba tumbado en el suelo, boca abajo, y temía que diera un salto, zas, y me mordiera la nariz, o la oreja; ya había ocurrido. No se movió. Desde su esquina me observaba con ojos no sé si amenazadores, suplicantes o indiferentes. Me sorprendió su delgadez, debía llevar algún tiempo sin comer, o comiendo poco, o quizá me dio esa impresión porque era temprano; la falta de luz adelgaza los relieves.

Había funcionado otras veces: alcancé mi zapato con la mano y, despacio, despacio, lo fui aproximando hasta su rincón. Solía subirse, trepando por el tacón, se introducía dentro y asomaba la cabecita hacia adelante, como si fuese conduciendo un automóvil. Entonces yo sacaba el zapato de debajo de la cama, con ella dentro, lentamente, imitando con mis labios el ruido de un motor. Ella se dejaba hacer, sin duda le gustaba. Entonces la cogía y la devolvía a su cajita.

Pero algo falló ese día; no se subió. Ni los días sucesivos. Y en su rincón sigue, indiferente a miradas, zapatitos y ruidos artificiales de motor. Ha encontrado su lugar.

domingo, 15 de enero de 2012

¿Cuándo amanecerá, Mohamed? (1)


El varón que va con andar brioso, por un sendero de verdes orillas, no siente nostalgia, ni le pesa amargura alguna por el tiempo transcurrido unas décadas atrás. Ha cumplido 56 años de su vida. Es una tarde templada de finales de verano y le acompaña su perro Teté, un moloso raudo de patas, que corretea entre matorrales de brezo, alegre y ufano de su fuerza arrogante.

La mole imponente del macizo del Montserrat se yergue majestuosa ante el hombre y su perro. La vista arrebatada vuela hacia las cumbres. En la paz sosegada del entorno, el hombre siente en su rostro la brisa que desde allí le llega y, en su corazón generoso, sonríe a la vida y se alegra en el alma. En su caminar, ahora se encuentra ante unos huertos diminutos. Son unos palmos de tierra que cultivan con esmero, hombres que, desde el Atlas, llegaron allí hace algunos años.

¡Campo sarraceno! musita entre dientes el hombre del perro. Y al tiempo que un rumor de pasos llega a sus oídos, ve sobresaltado, a alguien que a pocos pasos de él, le saluda en tono amable:
- “Dios te guarde, Miguel,” dice ese alguien.
- “Salam alikum, Mohamed,” contesta el hombre del perro. El tipo bereber, que ahora aparece en la escena, aparenta tener unos 60 años. Es fornido y alto como una espingarda, lleva barba y luce un descomunal bigote, entrecano, también como la barba. Tiene en la mano un fino cuchillo, mientras que en la otra, sostiene una cesta en la que asoman un par de lechugas y algunos tomates revueltos entre manojos de cilantro. El perro, ganando el centro del camino, gruñe sordamente al recién llegado con la boca espumosa, enseñando los colmillos.

- “Tranquilízate y contén a tu Rottweiler; yo solo quería darte estas verduras de mi huerto. Mi sobrino, El Nassir, te aprecia y te envía saludos. También me gustaría que me acompañases a casa para tomar el té.”
-“Gracias, Mohamed - replica Miguel -. Acepto gustoso tu invitación“.

La casa de Mohamed se yergue solitaria a los cuatro vientos sobre un altozano. Es pequeña, pero limpia y acogedora como una jaima. A su alrededor, las flores sobre tiestos multiformes, ponen variadas pinceladas de color. Un olivo plateado, verde grisáceo, repleto de aceitunas, parece estar allí, como para dar amable bienvenida al que llega. Abunda en el entorno del lugar un ambiente apacible Se oye cercano el trino de un jilguero; el pajarillo multicolor lanza su canción al viento, posado en la rama de un rosal silvestre.

Teté, el Rottweiler, ahora está encamado bajo la copa frondosa del olivo, guardando la entrada de la casa. Los dos hombres ya se han acomodado en la pequeña estancia. Hay en el ambiente aromas de jazmín, de hierbabuena y de té. El té a la menta que la diligente esposa de Mohamed servirá de inmediato. Entre tanto, el recién llegado observa con asombro la multitud de libros que yacen apiñados sobre sólidas estanterías. El morador de la casa es, sin duda, un hombre instruido. Tiene un semblante noble y es elegante en sus ademanes. “Puede que me haya equivocado con respecto a él, reflexiona. Al fin decide tantearlo y, de forma enigmática, suelta a bocajarro: “Después de medio milenio, estáis de vuelta...”
El bereber toma un sorbo de su té, entorna levemente los ojos y contesta pausadamente:
- Sé a lo que te refieres. En realidad, nunca nos marchamos. Mira a tu alrededor; verás a tipos de personas con facciones propias de muy diversas etnias. Por esta península, después de la llegada de los que fueron sus primeros pobladores, han pasado romanos, visigodos y árabes, todos ellos dejando su huella indeleble, por la acción demoledora de las dominaciones, como bien dice vuestro sabio historiador Claudio Sánchez Albornoz. Como resultado de ello, hoy nadie puede asegurar que por sus venas no corra algo de sangre árabe, judía, romana o visigoda. Fruto de esa mezcolanza de sangre surgió, de modo impreciso, un estado al que se le dio el nombre de España. Un estado del que unos se enorgullecen y otros abominan.

Los árabes permanecimos aquí por ocho siglos y, durante un tiempo, la cultura hispano-romana-visigótica convivió, en perfecta armonía, con la nuestra, musulmana. Florecieron las ciencias, las letras y las artes. Llegaba, hasta aquí, gente procedente de todos los confines del mundo civilizado; gente atraída hacia un país, que era un emporio de cultura y de riqueza. Filósofos tales como el hispano-árabe Averroes o el hispano-judío Maimónides, aquí nacieron para dar gloria y esplendor al Califato, que se fundó en este suelo, tutelado en sus comicios por Damasco, para después independizarse, soberano. Llegó después la época oscura de la desintegración y formación, a la vez, de los reinos taifas. Y cayó el Califato, al igual que cayó la hispano-romana Itálica. Al duelo de los poetas, toda Córdoba lloraba, dicen los antiguos cantares. Y aún lloramos hoy en día, porque se perdió nuestra identidad; porque se perdió, la perla de el Al-Ándalus“.

CONTINUARÁ.........

¿Cuándo amanecerá, Mohamed? (2)



- Mohamed, la gente desconfía y recela de vosotros. Ha pasado un milenio y al parecer, no cicatrizan las viejas heridas. Hay gente que sabe del martilleo islámico, sobre estas tierras. Durante la dictadura de Almanzor, su hijo Abd-el-Malik, saqueó Manresa, a pocos kilómetros de aquí. ¿Qué dices a eso?”
Se hace el silencio durante unos segundos. Desde el exterior penetra un perfume de adelfas y de alhelíes. Persiste en la estancia aromas de jazmín y de té y yerbabuena. Es un olor casi narcotizante.
Mohamed responde con mesura:
- “¡El Mansour Billah¡ De él dice nuestro historiador Ibn Hayyan: ¡Por Dios, nunca volverá a dar el mundo nadie como él, ni defenderá las fronteras, otro que se le pueda comparar¡”

- Contraataca Miguel: “En el año 1002, en Calatañazor, murió Almanzor.... perdió su atambor.... fue sepultado en los infiernos. Lo dice el Cronicón Silense.”
El agareno, algo contrariado, da la contrarréplica: 
- Nada más alejado de la realidad, lo que dicen esos viejos cronicones. Los monjes del medioevo que los escribieron no fueron imparciales; falsearon la realidad, dando el carácter de cruzada a unos enfrentamientos entre castellanos y cordobeses, que fueron simplemente, luchas tribales. Estando firmemente arraigados en esta península, ya éramos considerados por todos, como pobladores legítimos en plenitud de soberanía. En los comicios del siglo XI, estando cercano el fin del caudillo musulmán, llevábamos aquí cerca de 300 años; mucho más de lo que duró la dominación visigótica. El propio Almanzor, a menudo mediaba en los conflictos que se suscitaban entre los mismos señores feudales cristianos. En cuanto al mito de Calatañazor, todo se redujo a una acción ofensiva del conde castellano Sancho García sobre la retaguardia de un ejército en retirada, con su jefe sexagenario, ya muy enfermo.

Pese a la seriedad del tema del que hablan los dos hombres, el ambiente es apacible y distendido. La esposa de Mohamed es una mujer aún joven. Es recatada y es discreta.
- Dime, Mohamed, cual es tu opinión sobre las mujeres. ¿Es cierto que las maltratáis? ¿Le pegas tú a tu mujer? Los esposos se sonríen y miran al huésped con displicencia. Finalmente llega la respuesta: 
- No se puede maltratar a la mujer, porque se la ama y porque es un regalo de Dios. ¿Pegar a mi mujer? ¡Ni con el pétalo de una rosa¡.”

Han pasado unas horas. En el dintel de la puerta de la casa, están ahora los dos hombres contemplando el atardecer. Han tenido tiempo para hablar de muchas cosas. Han hablado también de los males que afligen al mundo y están de acuerdo en que los pueblos deben llegar a un grado de entendimiento entre ellos, que les permita convivir en paz; y han llegado a la conclusión de que sin ese entendimiento entre las civilizaciones, la Humanidad no podrá sobrevivir.

A lo lejos, en un horizonte de tonos anaranjados, titilan ya algunas estrellas. Los dos hombres que hace poco se encontraron en el camino y que se saludaron de modo protocolario, sienten que ahora ya son un poco más amigos.

Teté el Rotweiler, el fiel escudero, ya no enseña los dientes a Mohamed; y presintiendo que ya es hora de regresar se aproxima a ellos, ansiando la vuelta a casa.
-Vuelve mañana. Tomaremos el té y seguiremos hablando de Almanzor.”
-Gracias, Mohamed. Ha sido un placer dialogar contigo.”

Miguel y su perro ya van por la vereda que los conducirá a casa; el hombre lleva colgada del brazo una cesta repleta de jugosos tomates de Montserrat, obsequio de su amigo el bereber.

Atrás queda la casita del altozano, donde su nuevo amigo probablemente seguirá soñando con remotos jardines, allá en la Córdoba lejana. Ha caído la noche y el aire es limpio. El hombre se ha parado unos instantes a contemplar la inmensidad estrellada; sereno en su ánimo y, esperanzado en su corazón, lanza un interrogante hacia el infinito: 
¿Habrá algún día un nuevo amanecer para la Humanidad? Mira luego a su perro y le pregunta: 
-¿Lo sabes tú, Teté?

sábado, 14 de enero de 2012

Los girasoles



Una mañana que estaba sentado sobre un risco junto a un campo de girasoles, imaginándolo como un mar esmeralda sobre el que navegan olas de espuma amarilla, me surgió una duda: ¿Por qué llamamos girasoles a los girasoles? ¿Cuál es el origen de este nombre engañoso, ya que realmente no giran siguiendo al sol, sino que permanecen mirando siempre hacia el mismo punto del horizonte? 

Entre la bruma de estas cavilaciones y otras que no cuento, vino a pasar por allí un caminante muy anciano, de barba blanca, sombrero de paja, alpargatas de cáñamo y zurrón al hombro.

–Oiga, buen hombre– le pregunté –¿usted sabe por qué a los girasoles se los llama girasoles? 

Se me quedó mirando un buen rato, y al cabo se sentó a mi lado, sacó del zurrón una hogaza de pan y un chorizo crujiente como los que hacía mi abuela, me los ofreció, y entre bocado y bocado me contó esta historia:

–Hace muchos, muchísimos años, cuando los peces llevaban zapatos, los girasoles aún no tenían nombre. Entonces sí eran plantas que esperaban la salida del sol al amanecer y lo miraban durante todo el día, girando su corona sobre sus tallos, hasta que se ocultaba por los cerros de poniente. Era su manera de rendir culto al sol, al que adoraban y trataban de parecerse. Un día pasó por allí el “Hombre-que-pone-nombre-a-las-cosas” y dijo: “os llamaré girasoles”, no se exprimió mucho el intelecto. Y desde aquel día hasta hoy se ha llamado girasoles a estas plantas.
–Pero... si ya no giran con el sol– le dije, confuso.
–No te precipites, amigo, no seas ansioso, que la historia sigue–, me contestó algo molesto por haberlo interrumpido.

Sacó una bota de vino de su zurrón, y después de echar un buen trago, me la ofreció. Era un vino dulzón, entraba bien a esa hora de la mañana. Y continuó su relato.

–Una noche, antes de amanecer, cuando los girasoles aguardaban la salida del sol, surgió en su lugar un disco blanco, como una luna llena muy brillante, recortada en un cielo aún oscuro. Tenía un halo verde alrededor, latía como un corazón galáctico y emitía un sonido similar al que produce un concierto armónico de grillos y sapos enamorados. Al cabo de un tiempo breve, plof, se apagó, desapareciendo. Los girasoles quedaron fascinados ¿Qué fue aquella luz? Nunca lo sabremos, no volvió jamás, pero desde aquel día los girasoles miran constantemente hacia el horizonte de levante esperando que reaparezca por allí su imposible luna llena. El sol para ellos ha perdido interés y lo dejan caminar por el cielo, libre de sus miradas, como un ídolo derribado.

El anciano se levantó, colgó de su hombro el zurrón y se alejó por el camino de los cuentos. 

Y yo me quedé pensando en la historia que me contó aquel hombre desconocido, no sé si cierta o imaginada. En cualquier caso, creo que habría que cambiar el nombre a los girasoles, buscarles alguno que sea más adecuado a su realidad actual; todo evoluciona. Pero esta es una cuestión que solo puede decidir el “Hombre-que-pone-nombre-a-las-cosas”, y hace ya mucho tiempo que no sé nada de él.

viernes, 13 de enero de 2012

El camino



El camino. Ese camino que teníamos por delante cuando fue el despertar de nuestra vida. Ese por el que encontramos las piedras, las flores y los aromas que nos enriquecen.

Ese camino fue el que me condujo ante este papel que escribo, las decisiones equivocadas me trajeron aquí, las decisiones correctas me debían haber llevado a una vida de paz que añoro sin haberla conocido.

Ahora que tengo tanto tiempo a mis espaldas, tantas experiencias buscadas o encontradas, tantas ideas desechadas y deshechas en mi mente, ahora que soy viejo y estoy solo en ese lugar sombrío. Ahora es el momento de escribir y dejarme morir bajo esta piel que ya no me vale para nada.

En mi vida lo único que hice fue guiarme por la norma, si ella decía por allí, allá que iba yo, si decía que por aquél lado pues yo no miraba otro. Y así pasaron mis años de niñez, de juventud y de madurez, y ahora que los años se me rebelan y mi cuerpo sólo pide descansar, estoy decidido a escribir algo que tuve que haber escrito hace mucho.

Sé que ella se casó, y que tuvo algún hijo porque ella lo deseaba. También sé que me cogía de la mano en mi niñez, y alguna vez tras el pantano, oyendo croar a las ranas, me besó inocentemente, con ese amor que sólo saben dar los niños. Yo no quise oir a mi corazón y me alejé de ella cuando crecí, cuando creció, porque todo indicaba que la felicidad no era unirse a alguien distinto. Al dejar de ser aprendiz monté mi propia empresa y las mujeres me rodeaban; yo no lo evitaba hasta que apareció la que mis padres decidieron que debía ser mi esposa, desde luego era una mujer bella y culta, cuya piel sonrosada desearía cualquier hombre, pero yo no la amé nunca.

Todos los años que pasé junto a Amanda fueron iguales entre sí, no hubo más cambios que nuestro físico, y aunque ella al principio se mostraba solícita y deseosa de encuentros amorosos, al poco dejó de interesarse por ello ya que sentía que yo no correspondía a su pasión como debía hacerlo un esposo. Al tiempo supe que tuvo un amante, un pintor algo más joven que ella que la miraba con deseo y ternura; la última vez que lo vi fue en el funeral de mi esposa, a lo lejos, con un gesto que yo no pude tener nunca de desgarro y tristeza.

Mi vida ha sido un fraude a mí mismo y a los demás.. debí dejar que Amanda escapara de aquella casa que la encorsetaba, que escapara con aquél hombre que verdaderamente la amaba como debí haberla amado yo. Debí haber roto los lazos que me unían a mi familia por aquella niña de tez negra. Debí haber elegido un camino, aunque fuese un camino equivocado..

Ahora que estoy solo me arrepiento. Ahora que me siento viejo y que no dejo nada en este mundo que merezca la pena me arrepiento y he tomado una determinación; ya que no elegí nada en mi vida y fui infeliz, voy a elegir en mi muerte.

Dejo esta carta a quien desee leerla, ya que cuando esto suceda yo estaré ya en el fondo del río que pasa cerca de esta casa. Estoy seguro que cuando el agua me rodee seré el hombre más feliz porque habré elegido al menos mi último destino.

Ana María, 12 de Enero de 2012. Punta Umbría

Cosas de la vida

Yo no me fui de picos pardos en la mañana del 25 de Febrero del pasado año de 2010. En la mañana del 25 de Febrero de 2010, a eso de las 12,30, después de despedirme de los amigos del messenger cerraba mi ordenador y salía con mi mujer hacia el Centro Médico de la Seguridad Social de Martorell, para saber el resultado de una biopsia que le practicaron, semanas atrás, por un tumor en la mama derecha.

Llegados a la consulta, mientras ella era atendida por el médico, yo en la sala de espera preso de un gran nerviosismo, me sentía mal.
Decidí para tranquilizarme salir al exterior a respirar el aire fresco. Estaba así procurando relajarme, cuando veo salir por la puerta del Hospital a una mujer que iba hablando por su teléfono móvil. Llegó hasta donde yo estaba, y siguió con su charla telefónica allí, junto a mi. La tenía tan cerca que, aún sin querer oir lo que ella decía, me enteraba de toda su conversación. Al parecer, había ido al Hospital por el mismo motivo que mi esposa y en aquel momento pensé que le estaría contando a algún ser querido que los resultados de su exploración oncológica habían sido buenos y esperanzadores. Y estando en ese punto, súbitamente cortó la conversación, cerró el móvil y se puso a llorar apoyada en la pared. Yo oía sus sollozos y me sentía conmovido, sin saber qué hacer; después de unos minutos, así que ella se volvió, al cruzar la mirada, le hablé balbuceando torpemente, y le dije lo que se suele decir en esos casos: que todo iba a ir bien, que no se desanimara, etc...

Y entonces ella me contó que le habían detectado varios tumores (en su garganta había señales de una traqueotomía) y mientras me contaba cosas, sacó un cigarrillo y me pidió fuego. Le dije que no; que yo hacía años que ya no fumaba, que lo había dejado y que, por su propio bien, ella debería hacer un esfuerzo para dejarlo.
Me contó que hablaba con su madre por el móvil; que su marido la había abandonado hacía pocos días y que se encontraba sola con dos niñas de corta edad. Estuvimos así un rato; ella hablaba y yo la escuchaba. Y yo no sabía qué hacer porque ella seguía hecha un mar de lágrimas.

De pronto me tendió sus brazos y me abrazó largamente; me dijo: gracias por haberme escuchado y se despidió dándome un beso en la mejilla al tiempo que me decía que se marchaba; que iba a tomarse algo fuerte para olvidar. 

Y antes de que yo reaccionase, la vi bajar apresuradamente por las escalinatas del hospital, perdiéndose rumbo a no sé donde.

Al rato salió mi mujer del Hospital, con la buena noticia de que el resultado de su biopsia había sido negativo y que el médico la había citado de nuevo para dentro de seis meses.. 

Al mirarme a la cara, viéndome los ojos llorosos, me preguntó qué me pasaba y yo le conté el drama del que había sido testigo una escasa media hora antes......Cosas de la vida....

Carta a Ballestero

Muy querido amigo:

Muchas felicidades y mucha paz en vuestro hogar, en estos días de Navidad.
Tu carta, de bella caligrafía, me ha hecho recordar tiempos lejanos, de cuando los niños del Hogar de San Fernando nos afanábamos en diseñar la letra más hermosa. Bien lejos quedaron en el tiempo aquellas vivencias. 

Amigo: yo, en mi mente, siempre he conservado aquella instantánea de nuestro ingreso en el centro de acogida. Te estoy viendo, como si fuera ayer mismo, llorando a las puertas de aquel sitio. Siento una especie de tristeza, de melancolía..... Sin embargo, me alegra ver cómo, después de aquella etapa, la vida no nos ha tratado tan mal, ni a Estrada, ni a Velázquez, ni a ti, ni a mí...que sois hermanos, más que amigos. 
Dentro de los males que nos rodearon desde pequeños, aún tuvimos la suerte de encontrar el camino para llegar por lo menos a tener un hogar, formar una familia ¡Una familia, querido amigo! Que no es poco. Unos hijos sanos, una mujer hermosa......

No sabes cómo me alegra que estéis bien. Ya tenéis vuestro nuevo hogar; y con el tiempo, seguro que aún mejorarán las cosas.. La pena que tengo es que presiento que ya quizá no volveremos a veros. Pero quién sabe....

Cuando voy de compras al supermercado siempre hablo con un empleado del establecimiento, que es un muchacho argentino. Le pregunté si conoce un pueblecito, allá en la lejana Argentina: Ituzaingo. Me dijo que si, que está a unos pocos kilómetros de Buenos Aires. Le dije que ahí tengo a unos amigos, muy queridos, a los que echo de menos.

Y bueno. Ya sabrás que se ha muerto Don Emilio, nuestro viejo maestro. He sentido mucho su muerte. Él fue el maestro que me enseñó lo poco que sé de Geografía, Historia y Gramática. Una vez le escribí, a su retiro de Córdoba y el hombre me contestó con una carta preciosa, que aún conservo. Me decía que yo era para él, “el inolvidable-olvidado”
Pienso en tantas cosas....tantas vicisitudes....y me da tristeza....a veces me deprimo.

Mi refugio es la pintura...me paso horas ante el caballete pintando al óleo. Si no fuera por este pasatiempo, no sé qué sería de mí.

Queridos amigos. Me ha gustado escribiros esta carta. Ha sido como un desahogo emocional.

Recibid un fuerte abrazo de vuestro amigo-hermano que nunca os olvida.

Miguel

jueves, 12 de enero de 2012

Recuerdos de la infancia



Yo nací varios años después de que finalizara la guerra civil en España; el país estaba en bancarrota y había sido excluido del Plan Marshall; corrían malos tiempos para grandes y pequeños; a todos por igual nos alcanzaba aquella época de privaciones y de carestía.

Pero los niños de mi generación, a los que nos tocó en suerte vivir en aquella época, éramos felices a nuestra manera. Echando mano de nuestra imaginación, suplimos la falta de juguetes con que entretenernos, inventándonos juegos a cuales más inverosímiles. Y así, en aquel centro de acogida, donde nos encontrábamos recluidos muchos como yo, a falta de juguetes, lo habitual era ocupar nuestro tiempo persiguiendo gatos, machacando moscas y hormigas o destripando atónitas lagartijas. En nuestra imaginación, gatos, ratas e insectos eran la hueste demoníaca: todo bicho viviente que se moviera, se convertía en objetivo sobre el que descargar un puntapié o aplastar bajo nuestras sandalias, de modo inmisericorde; en nuestra imaginación, éramos feroces guerreros que tenían al enemigo en aquella fauna: ratas, ratones, moscas y avispas, esa era la horda infernal a la que había que eliminar.

A menudo, cuando estábamos en clase, el celador se presentaba, ratonera en mano, solicitando voluntarios para ajusticiar la prisionera que dentro llevaba; aquello constituía todo un acontecimiento, cuyo momento álgido era cuando la monjita que impartía la clase, ante ese evento irresistible para nosotros, daba su bendición y su consentimiento para que partiésemos a la “cruzada”

Luego, el viejo celador depositaba la ratonera en el centro del patio y colocándonos alrededor de la jaula-trampa gritaba como un general en medio del fragor de la batalla: ¡¡ Mantened la posición!!
¡Que nadie de un solo paso antes de que la suelte! 
La ejecución no solía durar más de un minuto. Se abría la puerta de la ratonera y como una exhalación salía Ratatuille buscando una vía de escape; vano empeño el suyo; Alacta jacta est ...La suerte estaba echada. 
Y Ratatuille, como de costumbre, en medio de un bosque de piernas infantiles, perecía de inmediato, pateada en las filas primeras.

Pero todo eso pasó con el tiempo. Años más tarde, llegaron los yankees, con sus cargamentos de leche en polvo y sus quesos. Y con el tiempo, los niños al fin pudimos también disponer de balones de goma para jugar al fútbol. Cierto que los terribles balonazos recibidos de aquellas pelotas de goma, marca La Gaviota, dolían a rabiar. Pero pese a ello, era un placer patear aquel esférico de goma en lugar de darle un puntapié a una piedra o a cualquier bicho viviente.
Hoy en día, recordando aquella etapa de nuestra niñez, los amigos de la época, con los que sigo manteniendo contacto, recordamos, con asombro, las cosas con las que nos entreteníamos; y estamos muy de acuerdo en que los jóvenes de hoy, que lo tienen casi todo, no tienen la menor idea de las vivencias de sus padres y abuelos; que fueron niños también y que se conformaron con tan poco.

La estatua



No sabía ni porqué ni cómo habia ocurrido pero había ocurrido: llevaba años sentada en este rincón.

Esto sí, recordaba el día en que había ocurrido: aquel día había quedado con una amiga en un pueblo de las afueras para charlar y de paso enseñarle sus últimas fotos.

Ya se estaba acercando ella al bar La Plaza cuando llamó Beatriz para disculparse: tenía un trabajo que entregar a mediodía y la acababan de avisar.

"No pasa nada. Quedaremos otro día." contestó ella.

Y pensó: "¿Y si llamo a Julio? Me dijo esta mañana que andaría por aquí... Podríamos comer juntos"

Le llamó a la vez que se sentaba en la silla del rincón desde donde veía el interior del bar y la plaza de la Iglesia. Pero él no respondió a su llamada. Insistió: una vez y dos y tres... pero nada. "Lo tendrá apagado, como siempre" pensó ella.

Y como ya estaba sentada y ya no tenía planes hasta la tarde, pidió una clara con limón y sacó su libro, recién empezado," Escrito en las nubes"; dispuesta a desaparecer entre los renglones de una historia que empezaba bien, dispuesta a disfrutar de la mañana fresca pero soleada...

.................................................. .....

No sabe lo que pasó luego.

Sólo se acuerda de que había dejado de leer un rato para mirar las cigüeñas que sobrevolaban el campanario.
Y de repente, cuando quiso sacar la cámara de su estuche... no pudo. No podía levantar un dedo, ni mover la mano para cerrar el libro, ni mover los pies y levantarse, ni nada de nada.

Y hasta la fecha.

Al principio, se asustó un montón y quiso gritar pero no podía. Pensó que el camarero haría algo... algo como llamar a urgencias, a los bomberos, hurgar en su bolso que tenía en las rodillas y donde había apoyado el libro que seguía abierto en la página 8; y que luego alguien llamaría a su casa... harían algo.

Pero cuando llegó el camarero con la clara con limón y una tapa de patatas bravas, se quedó sorprendido al no ver a nadie en la terraza y entró de nuevo en el bar mascullando no se sabe el qué sobre jovencitas veletas y olvidadizas.

Cuando el cartero entró y le preguntó con un gesto de cabeza hacía la estatua del rincón:"¿Y esto? ¿Te la han regalado?" el camarero le contestó: "Ya ves"

Y se pasó todo el día y la semana y todas las semanas y los meses siguientes respondiendo lo mismo:"Ya ves."

Tanto es así que en el pueblo, cambiaron el nombre del "Bar La Plaza" por el de "Bar de Yaves" y a él, nadie le llamó nunca más por su nombre.

.................................................. ....................

Despues de llantos interminables, gritos mudos e intentos infructuosos para salir de allí, despues de días y de semanas y de meses, cuando se convenció ya de que nadie iba a sacarla de su traje de bronce, empezó a intentar verlo desde otro ángulo: le quedaban sus ojos y su cerebro... e intentó consolarse algo con la idea de que podría hacer una cosa que no había vuelto a hacer desde la niñez: vivir sin prisas.

¿Qué remedio le quedaba?

Y empezó a fijarse en lo que pasaba a su alrededor; en lo que veía, pero sin la cámara, a ojo desnudo; a fijarse en lo que oía y tenía tiempo de analizar y saborear.

Por las noches, se obligaba a recordar los viajes que habían hecho Julio y ella...

Y las estatuas parecidas a ella... Molly Malone y James Joyce en Dublin, Pessoa en el Chiado, Marx y Engels en Berlín... y muchas más que había retratado para ilustrar ese libro... su primer libro... que ya no escribiría.

Vió pasar las estaciones, vió el cambio de clientes de fin de semana, vió envecejer a los clientes habituales. Supo del mundo leyendo los titulares de los periódicos que algunos clientes apresurados dejaban encima de su libro. También notó los cambios de la moda por los abrigos, chaquetas y bufandas con los cuales cubrían su espalda en vez de usar el perchero...

Ella pasó a formar parte del mobiliario del bar.

Los gamberros le ponían peluca verde en los carnavales o la bufanda de su equipo los días de futbol y las jóvenes madres la usaban para sentar a sus bebés encima de su libro y darles la papilla mientras charlaban con las amigas; cosas que a Yaves, pese a sus protestas, en el fondo no le molestaban porque tenía luego una excusa para acariciarla con el sidol y el trapo de borreguillo que a ella le hacía cosquillas.

De vez en cuando Beatriz y Julio venían a tomar unas cañas y disfrutaba escuchando sus conversaciones que giraban casi todas en torno a su tema preferido: la fotografía.

Un día, cuando él dejó en su regazo el casco y la mochila, ella notó un calambre y el calor de su mano.

Él también lo notó, dió un respingo y la miró, extrañado. Volvió a acercar la mano en un ademán ansioso de recuerdos... pero aturdido, como saliendo de un mal sueño, cambió de idea y dejando sus cosas en otra silla, arrimó un poco más la suya a la de Beatriz.

Y dejaron de venir. No volvió a verles.

Cuando murió Yaves, su hijo continuó con el negocio familiar bastantes años; pero terminó vendiendo el bar.

Y fue el fin del rincón de la estatua.

El nuevo propietario hizo obras, lo puso todo patas arriba, cambió el toldo naranja desteñido con el nombre "Yaves" por uno de una marca de comida-basura y, a pesar de la petición firmada por los viejos del pueblo, a ella se la llevaron a un desgüace para reciclar estatuas sin firma.

No recuerdo que nadie le hiciera jamás una foto...

miércoles, 11 de enero de 2012

La gata mecánica



Me desplacé a un lado, puse las patas traseras sobre la repisa de la azotea y ¡zas! con la mitad del impulso me coloqué en el edificio contiguo. Trepaba por unas escaleras metálicas en busca de dos sabrosos gorriones cuando mi amo emitió ese extraño sonido que los humanos usan para llamar a los gatos. ¡psi, psi, misso, misso! Siempre hacía lo mismo. Cuando estaba más concentrada –en realidad soy una gata-, aparecía él y rompía los silencios que yo tardaba tanto en elaborar.

Vivimos en una finca urbana, en el centro de la ciudad y, la verdad, no me doy mala vida. Mientras permanezco dentro de la casa me dedico a inspeccionar mi cuenco de comida, a sestear o a dormir a pierna suelta. No hay nada mejor que hacer, pues en estas casas modernas ya no queda un mal ratón que llevarse a las garras. No acabo de comprender las sonrisas de mis dueños y sus hijos cuando, más por deporte que por otra cosa, me dedico a perseguir las pocas polillas de la luz que entran en verano por las ventanas.

Hay días que ya no lo soporto más y comunico a mis amos que quiero dar una vuelta por el edificio. Tengo que hacer esto porque desde que descubrieron que era capaz de abrir el picaporte de la puerta de salida, empezaron a llamarme la gata mecánica, apodo que no me molestó, pero sí que cerraran con llave la puerta. Ellos, sin embargo, entran y salen a su antojo.

La parte más dura de esta vida de gata sobreviene cada varios meses. No, de verdad. Yo soporto bien el encierro, la poca emoción, la rutina cotidiana e incluso la ausencia de roedores. Hay hasta pequeñas compensaciones cuando mi ama empieza a meter sus pieles y las de su marido y las de sus hijos a la lavadora (la mía no es de quita y pon) y luego se ve obligada a subir a la azotea. Casi siempre tiene la deferencia de permitir que la acompañe. Me solazo, persigo gorriones y me hago la remolona a la hora de regresar entre las cuatro paredes. También mi amo me lleva a una casita que tiene en el campo. Allí sí que disfruto. Me purgo, siento miles de olores distintos, me subo a los olivos y, cautamente, desaparezco por un rato. He llegado a coleccionar en una sola tarde media docena de lagartijas y he sentido el vértigo felino de atrapar no sé las veces al mismo ingenuo ratón. También distingo un olor, no sé, un olor especial que me hace sentir distinta, no sabría describirlo. Tal vez tenga que ver con esa extraña excitación que me da cada varios meses. Cuando ocurre no soporto a nadie, ni a mis amos ni a sus hijos ni a los hijos de los vecinos. Si pudiera, saldría corriendo y no pararía nunca. Es insufrible.

¡Psi, psi, misso, misso!¡gatita!¡gatita!....otra vez la misma gaita. No pienso responder. Esta vez no. Ya llevo tres días aquí, en el campo de mi amo. Vinimos los dos el domingo a regar los olivos y yo me entretuve más de la cuenta. Estuve husmeándolo todo, inspeccionando cada madriguera de ratón, cada olor que llegaba a mi negra nariz y conseguí que se me fuera el santo al cielo. No estaba prevenida cuando me invadió ese intenso impulso eléctrico que recorrió todo mi espinazo. También sentí un olor especial, algo muy familiar, cercano.

Y entonces lo ví: era espléndido, grandote, majestuoso y rayado. Era el gato de mis sueños. Llevamos tres días por aquí, tonteando. No , definitivamente no pienso responder. Esta vez no. Al menos, por ahora.

La monja guapa

Serían las 12 de la madrugada en el reloj de la Iglesia de Santa Catalina. El tañido melancólico de las campanadas llegaba a las casas de los alrededores, en aquella calurosa noche de verano, en Sevilla.

En el Hogar de San Fernando, vetusto edificio del siglo XIX, todos los internos dormían. Hacía ya rato que el celador, fusta en mano, había finalizado la ronda, no sin antes comprobar que los más díscolos estuviesen dormidos y bien dormidos. Se había parado por unos instantes en un punto estratégico del gran salón-dormitorio, recorriendo con la mirada amenazadora, los camastros donde dormían unos cien niños acogidos a la caridad pública, en el llamado Hogar de San Fernando, de Sevilla. Luego, siguiendo con la rutina de su función, giró sobre sus talones y se dirigió hacia otros dormitorios, mascullando algo entre dientes. Miguel lo vio alejarse y contuvo la respiración hasta verlo desaparecer. Respiró aliviado. Ahora, solo le quedaba esperar a que se abriera la minúscula puerta que había a unos veinte pasos a la derecha de su cama. Pronto se abriría para dar paso a la monja que haría la última ronda; esta vez, para comprobar que todos los niños estuviesen ya dormidos, guardando además la compostura, como ellas decían, durmiendo decorosamente. El niño, decía la reverenda madre superiora, deberá entregarse al sueño, siempre boca arriba; con las manitas juntas, preferentemente cruzadas sobre el pecho; como un santito. 

El interno Miguel, bien despierto, con la vista fija en el techo del viejo salón-dormitorio, observaba los movimientos de las lagartijas que se movían en cortos y rápidos desplazamientos cerca de la bombilla que proyectaba su luz amarillenta, a la caza de todo insecto volador que rondase atraído por la luz mortecina.

Esta noche, meditaba, la hermana nueva quizá haga la última ronda. Si es así, en cuanto la vea aparecer por esa puerta, voy a retirar esta sábana y fingiré que estoy dormido en una postura rara y estrafalaria. Entonces vendrá hasta mi cama; me moverá de manera que me quede como a ella le gusta, me dará a besar el crucifijo que le cuelga de la cadera y me arropará con mimo. 

Y en su mente de chaval de doce años, se preguntaba qué le estaba pasando a él y a los otros desde que llegó al orfanato la hermana nueva. Hacía pocos meses que había llegado.... De ella se decía, que tenía 19 años y que era de Jaén....

Aquella misma tarde, precisamente, el grupete de los mayores del internado se había enzarzado en una acalorada discusión sobre ella.

-¿ De qué color tiene los ojos la hermana nueva?, preguntaba José Manuel 
Velázquez, 
-De color marrón- chocolate, contestaba otro.

-No seas bestia, Aurelio. ¿No ves que sus ojos son de color miel?. Fíjate, si no, en el color de la miel que nos ponen en el mendrugo de la cena y verás que es clavadito al color de los suyos.

-Pues a mí , decía Miguel,, me gusta toda ella. Sus ojos, su voz, sus manos, su olor, sus andares....¿ habéis visto cómo mueve sus caderas?

-Sí, si. Parece la Virgen Macarena vestida de monja. A mí también me gustan sus “calderas”, terciaba Jaramillo.
-¿Sus calderas? ¿Te refieres, por un casual, a sor Gracia, la monja cocinera?

-Tú eres tonto, Miguelín, vociferaba José Ignacio, el “ Pipa”. La hermana nueva es una sierva del Señor, y está casada con Él. No te das cuenta, impío, de que te vas a condenar? ¿Es que no ves que te vas a condenar? 

-Bueno, pues entonces, justo antes de morirme, rezaré un Señormíojesucristo y me salvaré, respondía Miguel....

-No te servirá de nada. ¡Te condenarás¡. Ya lo dice el catecismo del padre Jerónimo de Ripalda...

Hacía pocos meses que había llegado....

-¿Y qué habrá detrás de esa puerta, tan obscura?, Parece que ha quedado un poco abierta, porque se ve algo de luz... 
“El Pipa”, se va a ganar un buen coscorrón, un día de estos. Se lo anda buscando; es un niño muy redicho y sabihondo; y también un aguafiestas.... 

El veterano ratoncillo de las madrugadas, asomando primero tímidamente los bigotes, iniciaba sus nocturnas correrías entre los camastros del salón. Había salido de su agujero en la ruinosa pared, casi a ras de suelo. Se coló, de improviso, en uno de los pobres zapatos que yacían por el suelo y allí, a salvo de algún gato predador, permaneció un buen rato, confiado y seguro, sabedor de que nada debería temer del amo de esa prenda, pues ese interno lo había mirado siempre como a un bueno y leal camarada.
Una lechuza, visitante regular del salón, lanzó su grito lúgubre, desde el alféizar de un ventanuco. Se oía también, sin intermitencia, el estridente chirriar de algunos grillos. Y todos los internos, menos Miguel, todos dormían plácidamente en el viejo salón, ajenos e indiferentes al murmullo incesante de la fauna nocturna.

Cuando canta en el coro, su voz destaca sobre las demás voces....
¡ Qué bien canta el Tamtum ergo, el Magnificat, El veni Creator Spiritu¡

¡Y qué bien suena el latín en sus labios rojos... Tedeum laudamus, te Domine confitemor.... Cuando los domingos salimos de paseo, los soldados del cuartel cercano, la piropean con descaro y ella se ruboriza. Hay quien dice que se pone colorete en las mejillas.

Sigue encendida la luz detrás de esa puerta. Esta noche averiguaré de una vez, qué hay ahí detrás. A estas horas, ya no es probable que me pueda sorprender el Santóleo.... 

El celador, el Santóleo, así le llamaban por mal nombre, solía amenazar siempre airado a los internos: ¡Niño, te voy a dar tal paliza, que van a tener que darte los Santos óleos¡ 

Pero Miguel ya lo había decidido. Deslizándose a gatas, había cubierto los veinte pasos que separaban su cama de la misteriosa puerta. Se atrevió a empujarla suavemente al tiempo que se incorporaba y al entreabrirla, miró al interior y quedó estupefacto. 

-¡Niño¡, ¿qué haces ahí?

¡La hermana nueva estaba allí¡ y le observaba con aire severo. Al fin la había visto; por pocos instantes, pero tal como siempre ansió verla. Vestía una túnica blanca; estaba de pie, mirándose complacida en el espejo minúsculo que sostenía en su mano izquierda, peinándose la espléndida cabellera rojiza; la túnica blanca que llegaba hasta sus tobillos, daba a su esbelta figura un aire virginal...

Estaba allí, igual que una Madonna. El interno la miraba arrobado... De nuevo dejó oír su voz, que ahora sonaba con una cadencia dulce, enloquecedora..... 

-Pero, niño,... ¿qué haces aquí...?

Su rostro tenía una expresión de dulzura infinita. El interno la miraba embelesado... 
Pero, niño...¿qué haces aquí...?

Recordó las fatídicas predicciones de el Pipa; sus recriminaciones.... el juicio divinal...la condenación eterna... Por un instante, se le ocurrió adelantarse para besarle el crucifijo. Lo buscó con la vista entre los pliegues de la nívea túnica, allá en el lugar de donde siempre pendía sujeto a la cintura y no lo halló. Y no ocurriéndosele otra cosa, corrió a arrodillarse ante ella para besarle las manos; pero al tiempo que sus labios dejaban en la piel anacarada un beso fugaz, una voz estentórea sonó detrás de él, igual que un bramido:

-¡Niño, voy a propinarte tal paliza, que habrá que darte los santos óleos¡.

Hierático, en el dintel de la puerta estaba el Santóleo mirándole torvamente.

-¡José Acosta¡ ¡Ni se le ocurra hacerle daño al muchacho¡. 
El chico ha llegado hasta aquí, totalmente desorientado. Padece de sonambulismo, ¡pobrecillo¡. Y la hermana nueva se enfrentaba así a aquel individuo despótico y cruel.

-¡Está bien¡ ¡En menos de un minuto quiero verlo dormido en su cama, boca arriba, y con las manos juntas como un San Luis¡.

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Muchos años después de que ocurriesen los hechos que aquí se relatan, en un pequeño pueblo de Cataluña, uno de tantos de la cuenca del río Llobregat, en Pallejá, reside un hombre que llegó hasta allí, procedente de su tierra natal.
El hombre, entre otros lugares cercanos a la gran urbe de Barcelona, ha escogido a este pueblo sencillo, cargado de historia; y ha decidido quedarse, para amarlo, y para morir en él cuando así lo decidan el Destino y la Parca. Es una tarde de otoño y está sentado en un lugar apacible. El día es alegre y soleado. La buena gente del pueblo se saluda al encontrarse en la calle. 
Pero Miguel, que así se llama el hombre, está triste. Entre sus manos tiene una carta que, desde Sevilla, le ha enviado José Manuel Velázquez, su viejo amigo de la infancia. La carta la ha leído ya varias veces. Está conmovido....

Por esa carta ha sabido que, Sor María Purificación, la monja guapa, ya no conoce a nadie; por esa carta ha sabido también, que Sor María Purificación está ingresada en un sanatorio mental y yace en una silla de ruedas, presa del alzheimer....

El que fuera niño desvalido muchos años atrás, y que ahora es hombre, reflexiona, medita, y llega a la conclusión de que en la corriente tumultuosa de la vida, el Destino lanza sus redes, a veces cruel, asignando a cada ser, el papel que, como actor, ha de interpretar en la gran comedia del mundo.

Tendió el Destino sus redes a Sor María Purificación, la monja guapa: el papel que le fue encomendado, ella lo asumió como en una pelea gozosa de amor y sacrificio, en un medio hostil, en una época turbulenta.... Y lo hizo tan bien que, ni allá en las alturas, entre los propios ángeles, se encontraría alguno que pudiera imitarla.