jueves, 6 de junio de 2013

El sapito sin pilila

Esto era una vez un sapito sin pilila que vivía en una charca cercana a un camino. El camino subía una pequeña cuesta y terminaba en una casita de labradores abandonada.

El sapito creía que estaba solo en aquél paraje y todas las noches se asomaba al borde de la charca y comenzaba una serenata nostálgica ¡croac! ¡croac!. Pensaba que ninguna ranita acudiría a sus cantos desafinados, ¿quién podía querer a un sapito sin pilila metido dentro de un charco? Pero era feliz, le cantaba a la luna, la luna estaba lejos ¿qué podía saber la luna si tenía o dejaba de tener pilila? Y la luna, su luna, le sonreía siempre.

Una noche cualquiera se asomó como siempre al borde de la charca y comenzó su serenata "¡croac! ¡croac!" y así siguió durante tiempo y tiempo. Cuando más emocionado estaba mirando a su luna, oyó el chapoteo de algo junto a él.

–¿Qué será?–, pensó el sapito. Miraba a su alrededor, sin parar de croar, pero no veía nada, parecía que hasta la luna se reía de él esa noche inundando su espacio de sombras. Y de repente… ¡la vio!… Era una preciosa ranita de san antonio, delgadita, estilizada, sonriente, coqueta. Los croídos del sapito de ahogaron en su garganta, se quedó mudo. La ranita se le acercó y rozándole el lomo con su bocaza, le dijo:

-–¡Hola, sapito! ¡Qué bien cantas!
El sapito se puso colorado, y comenzó a croar, esta vez no a su luna sino a esa ranita que la charca le había traído a su lado.

–¡croac!–, dijo tímidamente. Y continuó –¡croac! ¡¡croac!! ¡¡croac!!–, cada vez más crecido.

La ranita lo miraba embelesada, el sapito cantaba mal pero estaba cachas, y ella andaba algo removida porque era primavera y, ya se sabe, en primavera se remueve uno. Y no había otras charcas ni otros sapitos en las proximidades a los que acudir para desfogar sus ansias reproductoras.

-–¿Cómo te llamas?– le preguntó la ranita al sapito, rozándole las ancas con sus patas delanteras de modo insinuante. El sapito, que nunca se había visto en una situación parecida, le contestó:

–Me llamo… ¡el sapito sin pilila!

Entonces, la ranita se separó de él y comenzó a palparle la entrepierna (la entreanca en este caso), buscando ávidamente algún bulto paquetetiano. Al sapito se le escapó una lagrimilla, que se disolvió en las aguas putrefactas del charco.

–Sí–, contestó casi sin voz, –soy el sapito sin pilila– y croó ahora muy, muy lastimeramente.

La ranita, que era muy buena persona, le pasó con ternura una pata delantera por la cabeza y le dijo:

–No te preocupes, sapito sin pilila; ahí arriba, en la casa abandonada, hay una ratita que es algo viciosilla, rara, le gusta hasta la poesía, y seguro que le da igual que los sapitos tengan o no tengan pilila, ella te puede dar compañía, caricias y todo lo que desees–. Y dando un salto desapareció en las sombras en busca de sapìtos mejor dotados, que seguía removida, qué le iba a hacer.

El sapito, después de unos minutos de desconcierto, salió del agua y comenzó a ascender por el camino que conducía a la casa. Por fin llegó a la puerta y tocó en ella ¡toc!¡toc!. Alguien le contestó desde dentro "

–¿Quién es?
–Soy… el sapito… sin pìlila...– contestó el sapito tímidamente, –¿me dejas pasar a tu casita?–

Y la ratita, porque es obvio que era la ratita, si meto otro personaje en este cuento a esta altura esto no va a terminar nunca, le preguntó:

-–Y ¿qué vas a hacer por las noches?

El sapito sin pilila se quedó mudo, jamás le habían preguntado que qué iba a hacer por las noches. Además ¿qué se podía hacer por las noches excepto croarle a la luna?. Luego de un rato en silencio, contestó a la ratita:

–¡Croarle a la luna mis mejores croídos!

Y quedó esperando la contestación de la ratita, en silencio. Al cabo de unos segundos, que al sapito sin pilila le parecieron una eternidad, crujió el picaporte de la puerta, y esta comenzó a girar lenta, muy lentamente, dejando pasar por el hueco un rayo de luna que se coló hasta el interior de la casa.

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