Esto
era una vez un sapito sin pilila que vivía en una charca cercana a un camino.
El camino subía una pequeña cuesta y terminaba en una casita de labradores
abandonada.
El
sapito creía que estaba solo en aquél paraje y todas las noches se asomaba al
borde de la charca y comenzaba una serenata nostálgica ¡croac! ¡croac!. Pensaba
que ninguna ranita acudiría a sus cantos desafinados, ¿quién podía querer a un
sapito sin pilila metido dentro de un charco? Pero era feliz, le cantaba a la
luna, la luna estaba lejos ¿qué podía saber la luna si tenía o dejaba de tener
pilila? Y la luna, su luna, le sonreía siempre.
Una
noche cualquiera se asomó como siempre al borde de la charca y comenzó su
serenata "¡croac! ¡croac!" y así siguió durante tiempo y tiempo. Cuando
más emocionado estaba mirando a su luna, oyó el chapoteo de algo junto a él.
–¿Qué
será?–, pensó el sapito. Miraba a su alrededor, sin parar de croar, pero no
veía nada, parecía que hasta la luna se reía de él esa noche inundando su
espacio de sombras. Y de repente… ¡la vio!… Era una preciosa ranita de san antonio,
delgadita, estilizada, sonriente, coqueta. Los croídos del sapito de ahogaron en su garganta, se quedó mudo. La ranita se le acercó y rozándole el lomo con su
bocaza, le dijo:
-–¡Hola,
sapito! ¡Qué bien cantas!
El
sapito se puso colorado, y comenzó a croar, esta vez no a su luna sino a esa
ranita que la charca le había traído a su lado.
–¡croac!–,
dijo tímidamente. Y continuó –¡croac! ¡¡croac!! ¡¡croac!!–, cada vez más
crecido.
La
ranita lo miraba embelesada, el sapito cantaba mal pero estaba cachas, y ella
andaba algo removida porque era primavera y, ya se sabe, en primavera se
remueve uno. Y no había otras charcas ni otros sapitos en las proximidades a
los que acudir para desfogar sus ansias reproductoras.
-–¿Cómo
te llamas?– le preguntó la ranita al sapito, rozándole las ancas con sus patas
delanteras de modo insinuante. El sapito, que nunca se había visto en una
situación parecida, le contestó:
–Me
llamo… ¡el sapito sin pilila!
Entonces,
la ranita se separó de él y comenzó a palparle la entrepierna (la entreanca en
este caso), buscando ávidamente algún bulto paquetetiano. Al sapito se le
escapó una lagrimilla, que se disolvió en las aguas putrefactas del charco.
–Sí–,
contestó casi sin voz, –soy el sapito sin pilila– y croó ahora muy, muy
lastimeramente.
La
ranita, que era muy buena persona, le pasó con ternura una pata delantera por
la cabeza y le dijo:
–No
te preocupes, sapito sin pilila; ahí arriba, en la casa abandonada, hay una
ratita que es algo viciosilla, rara, le gusta hasta la poesía, y seguro que le
da igual que los sapitos tengan o no tengan pilila, ella te puede dar compañía,
caricias y todo lo que desees–. Y dando un salto desapareció en las sombras en
busca de sapìtos mejor dotados, que seguía removida, qué le iba a hacer.
El
sapito, después de unos minutos de desconcierto, salió del agua y comenzó a
ascender por el camino que conducía a la casa. Por fin llegó a la puerta y tocó
en ella ¡toc!¡toc!. Alguien le contestó desde dentro "
–¿Quién
es?
–Soy…
el sapito… sin pìlila...– contestó el sapito tímidamente, –¿me dejas pasar a tu
casita?–
Y
la ratita, porque es obvio que era la ratita, si meto otro personaje en este
cuento a esta altura esto no va a
terminar nunca, le preguntó:
-–Y
¿qué vas a hacer por las noches?
El
sapito sin pilila se quedó mudo, jamás le habían preguntado que qué iba a hacer
por las noches. Además ¿qué se podía hacer por las noches excepto croarle a la
luna?. Luego de un rato en silencio, contestó a la ratita:
–¡Croarle
a la luna mis mejores croídos!
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