domingo, 22 de enero de 2012

Manuel y el Consejero Don (3)

Los truenos resonaron a finales de abril del segundo año. En la sierra todo verdeaba, era época de siembra, la naturaleza desataba genes contenidos y pasiones periódicas, los lagartos ocelados sesteaban al sol y yo aprovechaba para recoger y ensilar mis alcachofas, que también era tiempo. Luego arreglé el gallinero y las conejeras, cené algo y me quedé dormido en la hamaca con un libro como sábana. Cuando desperté pasaban diez minutos de la hora de entrada a mi trabajo. Casi una hora después hice mi aparición triunfal en la oficina: pelo revuelto, cara de sueño, pantalones manchados y unas zapatillas que, no lo niego, podían oler a gallina, a conejo o a una mezcla de excrementos de ambos. Fue, lo digo en mi descargo, exceso de celo. Aunque mis relaciones estaban seriamente deterioradas, aun disponía de ropa en casa de mi mujer y ella no me hubiera negado algunas imprecaciones ni tampoco una ducha. En mi trabajo las cosas se desarrollaron con inusitada rapidez. Sobre las diez de la mañana los comentarios sobrevolaban mi espacio laboral. A las once quince me llegó el rumor de una inminente llamada del director general y a las doce esa llamada se hizo efectiva. Sobre las doce y pocos minutos escuché mi propia voz negociando impasible mi despido por una cantidad razonable a cambio de no interponer demanda sindical. A la una y treinta minutos me descubrí dando de comer a las gallinas en mi casa de la sierra sin conseguir apartar de los músculos faciales un rictus de plena satisfacción.
Fue una liberación en toda regla. No iba a dar marcha atrás , lo tenía decidido. Con la misma frialdad y candidez con la que había convertido en pasado mi esclavitud administrativa, haría entrar en razón a Sara, a mis padres y a todo el que estuviera dispuesto a escuchar que la podrida cáscara que hasta ese momento me recubría se había abierto y la semilla de su interior anclaba ya sus raíces en una tierra abonada con el estiércol de Juan, el de la tienda de comestibles.

Con su retórica decimonónica Don Manuel comenzó su discurso:
- Mira, Manuel, no es solo que abandones a Sara, esas cosas ocurren, máxime si lo que hay es otra mujer ¿la hay?, como no me cuentas nada, pero si la hay ¡ja, ja, ja!, bueno, ya me lo contarás un día si quieres. Lo que te quiero decir es que ese no debiera ser motivo para que te despidas de tu trabajo, reconozco que no es un trabajo de ingeniero pero os da de comer. Además, esa idea tuya de irte a la sierra a cultivar patatas. Más te valdría haber acabado medicina…o bueno, biología si era lo que querías, pero al campo, sin luz, en esas condiciones tan bajas…
- No hay otra mujer, padre, quiero cambiar de vida, allí me siento bien, aquí no.
- A ti te encanta hacerme la puñeta, vienes haciéndomela desde hace un montón de años, justo ahora que tengo la posibilidad de que me den la consejería de obras públicas si el gobierno cambia en las próximas autonómicas, justo ahora te me vas a poner a vender cachivaches como cualquier jipi marginado. Eres un imbécil, Manuel, con lo que podrías haber sido.
- Soy ahora, he elegido mi camino y Sara ha elegido el suyo. No puedo estar eternamente viviendo del pasado. Prefiero el día a día y estamos hablando de mi futuro, no del tuyo que pareces tenerlo muy claro.
- ¡Tu futuro!, aislado, sin luz.
- Pienso instalar unas placas. Habrá luz de sobra.
- Aislado, desplazado de la gente que te quiere, de tu gente. Sé un poco sensato al menos y haz algo de provecho, yo te ayudaría económicamente. Ya que te gustan los animales utiliza la tierra para instalar una granja, de gallinas, de cerdos, de lo que quieras. Eso da dinero si sabes como manejarlo, pones allí dos naves, contratas a cuatro o cinco del pueblo ese de al lado…
- No me interesa, padre.

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