domingo, 22 de enero de 2012

Manuel y el consejero Don (1)

 Lo que más vívidamente recuerdo de los últimos diez años es mi crisis de los treinta y cinco. No la de los cuarenta, como suele ser habitual, aunque supongo que hoy, que vivimos más y peor, se desatará pasados los cincuenta. Recuerdo a mi madre alabando las virtudes del matrimonio y a mi padre enumerando las ventajas de la vida en sociedad. A mi mujer no la recuerdo con claridad aun cuando lo que estaba en juego era mi relación con ella.

- Manuel, no seas obtuso, que vas a hacer en un lugar que ni siquiera tiene luz eléctrica, decía mi madre con el asentimiento de su marido. Vas a volver loca a la pobre Sara…es tan buena. Además, has dicho que no es eso…que no has dejado de quererla, ¿verdad?

- Sin luz eléctrica, insistió el ex-cabeza de familia, tratando de reimponer su ex-patriarcal voluntad. Tú no tienes depresión ni hastío, ni te puede la rutina. A tí lo que te puede es no haber hecho nada en la vida y ahora, que tienes un trabajo estable y una mujer que te adora, lo tiras todo por la borda sin asumir ninguna responsabilidad.

Recuerdo caras de asombro en la oficina cenicienta y alguna de incredulidad y una de envidia cuando dejé caer sin entrar en explicaciones farragosas que dejaba el trabajo después de siete años de abrir y cerrar archivos, de escudriñar papeles ajenos para fortunas ajenas, adivinar el sol de nueve a dos en invierno y envidiarlo de cuatro a seis en verano, de depresiones postvacacionales o de absurdos intentos de esconderme entre las plantas que cultivaba en mi mesa de trabajo. En las horas que robaba al implacable discurrir cotidiano, salía con premura de la ciudad para poner tierra de por medio con la celulosa muerta y corroborar que la celulosa no era solo papel de oficina mugrienta, sino árboles, plantas, vegetales vivos que atrapaban el sol que se me resistía. Me llamaba la vida que un día racionalicé al comenzar a estudiar medicina, biología o ecología, que nunca acabé, como bien decía mi padre.

Tiempo atrás compré una casa vieja con unas pocas hectáreas de tierra en las montañas cercanas a la ciudad que me asfixiaba. Procuraba ir todos los fines de semana, y, cuando los días se alargaban y el frío no era un impedimento viajaba tres cuartos de hora para respirar aire limpio, no ver a nadie y seguir arreglando lo que llevara entre manos. Al principio, Sara, mi mujer, venía conmigo. Incluso adornaba los exteriores y colocaba macetas y ruedas de carro en el porche de la estancia. Perdió la ilusión al comprobar la que a mí me producía, al ser consciente de la atracción que la soledad de la naturaleza ejercía semana tras semana, día tras día, a cada instante. No era una obsesión, era algo inevitable, un poderoso imán que me alejaba por fuerza de los vericuetos edificados de la ciudad, de las reuniones vecinales en las que se decidía con interminables debates el color de los toldos de la terraza, de los miles de coches en fila india rodando ruidosa y lentamente a las siete de la mañana a miles de fábricas y oficinas grisáceas sin que de ninguna garganta se escapara apenas un grito de queja. A los treinta y cinco años no se te acaba el tiempo pero yo tenía la sensación de que así era.



C O N T I N U A R Á

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