domingo, 22 de enero de 2012

Manuel y el Consejero Don (2)

La primavera del segundo año comencé a dormir en la sierra pese a las protestas de Sara. Ya ni siquiera ella venía los fines de semana. Había ido arreglando poco a poco las habitaciones de la casa aprendiendo con paciencia a colocar regles, levantar ladrillos y enlucir paredes. Adosé un invernadero en la pared sur que en días soleados calentaba más que la chimenea que tuve que arreglar y mejorar. Trabajé con la madera y con el hierro, fabricando o arreglando muebles viejos, alacenas, antiguos armarios y arcones, rejas y aperos de labranza que compraba en un pueblo cercano. Planté madroños y mirtos, lentiscos y almeces, árboles que dieran sombra y otros que dejaran pasar el sol de invierno. Intenté, experimentado y leyendo, poner en marcha un huerto. Sara trataba de desterrar las ideas que ya sobrevolaban mi cabeza al verme llegar con unos calabacines raquíticos o una docena de tomates del tamaño de cerezas.

- Vete al mercado a venderlos, así saldremos del mísero sueldo que te pagan en la oficina.
- Que te den, Sara.
- No, en serio, si no acabas ninguna de las carreras que has empezado, ese puede ser un buen pluriempleo.

La discusión en torno al huerto concluyó a los pocos meses al poner en práctica un viejo refrán que me confió Tomás “El Pirro” mientras me ayudaba a mejorar las escaleras que conducían a la buhardilla de la casa. Se paró en medio de la cocina a la espera de un café recién hecho hojeando uno de mis libros.

- Es que voy a hacerme un huerto, balbuceé, intuyendo el significado de su media sonrisa. Ahí, detrás de las cuadras, donde está el cuarto de aperos.
- Juan el de la tienda de comestibles vende un estiércol barato; si quieres te lo acerco en el enganche del tractor.
- Ya puse algo la primavera pasada pero la verdad es que saqué cuatro cosuchas. ¿hay que poner mucho?
- Uyyy, exclamó, tanto libro y tanta gaita no te van a dar de comer. Mira –dijo muy serio-, cava, echa basura y cágate en los libros de agricultura.

No olvidé frase tan lapidaria pero las berenjenas, pimientos y tomates que cultivé ese verano no convencieron a mi mujer de que compartiera mis aficiones y, mucho menos, entretejiera conmigo el plan que tomaba forma en no sé que parte de mi cerebro. También recuerdo que los últimos meses regresaba a la ciudad solo para no perder mi empleo, que las discusiones con Sara se incrementaron las pocas veces que nos veíamos y que mi desidia sobre determinadas convenciones sociales aumentaba. Mi cabeza estaba más cerca, durante las discusiones familiares –mis padres habían tomado partido claro por mantener mi matrimonio-, en la oficina, con las amistades, de la inminente terminación de un gallinero a todo confort en el que pensaba acomodar varias gallinas, pavos y patos, que de sus quejas, consejos o amenazas. De forma lenta, relajada pero a la vez salvaje, se fue apoderando de mí la inevitable sensación de que al fin todas las mañanas me despertaría oyendo el canto de los pájaros, a los que luego podría observar con mis prismáticos, desayunar con huevos recién cogidos y ajos tiernos del huerto para encerrarme después en el taller o elaborar a su puerta las artesanías que me permitieran disponer de algo de liquidez monetaria. Tampoco había nacido ayer.

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