sábado, 14 de enero de 2012

Los girasoles



Una mañana que estaba sentado sobre un risco junto a un campo de girasoles, imaginándolo como un mar esmeralda sobre el que navegan olas de espuma amarilla, me surgió una duda: ¿Por qué llamamos girasoles a los girasoles? ¿Cuál es el origen de este nombre engañoso, ya que realmente no giran siguiendo al sol, sino que permanecen mirando siempre hacia el mismo punto del horizonte? 

Entre la bruma de estas cavilaciones y otras que no cuento, vino a pasar por allí un caminante muy anciano, de barba blanca, sombrero de paja, alpargatas de cáñamo y zurrón al hombro.

–Oiga, buen hombre– le pregunté –¿usted sabe por qué a los girasoles se los llama girasoles? 

Se me quedó mirando un buen rato, y al cabo se sentó a mi lado, sacó del zurrón una hogaza de pan y un chorizo crujiente como los que hacía mi abuela, me los ofreció, y entre bocado y bocado me contó esta historia:

–Hace muchos, muchísimos años, cuando los peces llevaban zapatos, los girasoles aún no tenían nombre. Entonces sí eran plantas que esperaban la salida del sol al amanecer y lo miraban durante todo el día, girando su corona sobre sus tallos, hasta que se ocultaba por los cerros de poniente. Era su manera de rendir culto al sol, al que adoraban y trataban de parecerse. Un día pasó por allí el “Hombre-que-pone-nombre-a-las-cosas” y dijo: “os llamaré girasoles”, no se exprimió mucho el intelecto. Y desde aquel día hasta hoy se ha llamado girasoles a estas plantas.
–Pero... si ya no giran con el sol– le dije, confuso.
–No te precipites, amigo, no seas ansioso, que la historia sigue–, me contestó algo molesto por haberlo interrumpido.

Sacó una bota de vino de su zurrón, y después de echar un buen trago, me la ofreció. Era un vino dulzón, entraba bien a esa hora de la mañana. Y continuó su relato.

–Una noche, antes de amanecer, cuando los girasoles aguardaban la salida del sol, surgió en su lugar un disco blanco, como una luna llena muy brillante, recortada en un cielo aún oscuro. Tenía un halo verde alrededor, latía como un corazón galáctico y emitía un sonido similar al que produce un concierto armónico de grillos y sapos enamorados. Al cabo de un tiempo breve, plof, se apagó, desapareciendo. Los girasoles quedaron fascinados ¿Qué fue aquella luz? Nunca lo sabremos, no volvió jamás, pero desde aquel día los girasoles miran constantemente hacia el horizonte de levante esperando que reaparezca por allí su imposible luna llena. El sol para ellos ha perdido interés y lo dejan caminar por el cielo, libre de sus miradas, como un ídolo derribado.

El anciano se levantó, colgó de su hombro el zurrón y se alejó por el camino de los cuentos. 

Y yo me quedé pensando en la historia que me contó aquel hombre desconocido, no sé si cierta o imaginada. En cualquier caso, creo que habría que cambiar el nombre a los girasoles, buscarles alguno que sea más adecuado a su realidad actual; todo evoluciona. Pero esta es una cuestión que solo puede decidir el “Hombre-que-pone-nombre-a-las-cosas”, y hace ya mucho tiempo que no sé nada de él.

3 comentarios:

KRYZALIDA dijo...

Me gusto hondamente tu cuento, siendo el girasol una de mis flores y el sabor de sus pepitas mis preferidos. El haber cultivado un par de plantas en un rincón del jardín, me retrotraen a los gratos recuerdos de mi niñez... que a escondidas de mi madre robaba de su corola alguna pepita aun no madura pero muy dulce. Gracias.

diego dijo...

Kryzalida, me gusta mucho verte por aquí :) Par mí. los girasoles tienen algo mágico, aparte de ese "vicio" especial que supone el pelar y comer sus pepitas. Anímate a publicar algo en el blog, puede ser un lugar de encuentro interesante para los foreros de Infojardín.

Framboise dijo...

Algo debió de pasar en este campo, entre esa curiosa luna llena y los gira... (vaya, ya no sé cómo llamarles)... ¿una brisa de poesía tal vez?
Me encanta, Diego, como todo lo que escribes :)
Besote.